viernes, 19 de febrero de 2016

El amanecer de una nueva época - Las Navas de Tolosa. 16 de Julio de 1212

Breve reseña histórica: En julio de 1212, en las proximidades de Santa Elena, provincia de Jaén, un ejército cristiano al frente de los reyes de Castilla, Aragón y Navarra, se enfrentó al poder almohade del Miramamolín Al-Nassir en la famosa batalla que, para algunos historiadores, marca el inicio del declive de la expansión  musulmana en la península y un punto de inflexión en la reconquista que se completaría en 1492  con la toma de Granada por los Reyes Católicos. Las tropas almohades eran mucho más numerosas que las cristianas y contaban con la ventaja táctica de haberse desplegado en altura, pero la mejor calidad de las tropas y armamentos cristianos y la famosa carga de caballería final, en el momento crítico, por parte de los tres reyes españoles, inclinaron la balanza de la victoria del lado cristiano. La crónica de esta batalla, desde la perspectiva del rey Alfonso VIII de Castilla, bien pudo ser como sigue...

"La altura del sol anunciaba un funesto mediodía. Durante toda la mañana las vanguardias de ambos ejercitos habían estado trabados en un duro combate y las fuerzas comenzaban a flaquear. La vanguardia cristiana, apelando más al coraje por salvar la vida que a la convicción, a duras penas aguantaba la acometida de las caballerías ligera y de arqueros mora que, en una sorpresiva acción, comenzaban a hostigarles por los flancos, causando no pocos heridos y muertos entre los peones y caballeros. El emir almohade había posicionado sus tropas en una posición más elevada, lo que perjudicaba el avance en carga de los caballeros cristianos que, más pesadamente armados, tenían que recorrer una buena parte del frente de batalla cuesta arriba. Contaba además con algo más del doble de efectivos que los reyes españoles allí congregados y, habiendo conseguido que éstos se fatigasen en las acometidas contra su primera línea de batalla, habia ordenado cerrar la mortal trampa que tantos éxitos le había proporcionado en el pasado. 
El ardid había consistido en posicionar sus tropas más débiles y poco fiables como carnaza. Tras un primer choque con los castellanos y su abanderado, López de Haro, que avanzaban por el centro junto con navarros y aragoneses por cada lado, habían huido ante la feroz carnicería que en ellos habían hecho las cabalgaduras y lanzas hispanas, provocando una rápida persecución que los había cansado justo antes de encotrarse con la mejor infantería almohade. Como también había previsto el emir, el centro cristiano había aguantado la primera acción de las segunda y tercera líneas moras, sin embargo, el constante hostigamiento de la caballería ligera bereber lanzándoles miles de proyectiles por los costados,  habían mermado seriamente el número de efectivos cristianos haciendo temer un desastre completo. Los reyes españoles habiendo previsto esta táctica también, habían reservado unas líneas de milicias y caballería, compuesta por órdenes militares y algunos cruzados ultramontanos,  para auxiliar a su centro de batalla allá donde fuesen requeridos, pero el imponente número de efectivos musulmanes hacía que sus esfuerzos no fuesen suficiente y todo el núcleo del ejército comenzaba a sucumbir bajo la presión asfixiante de los miles de combatientes almohades que acudían prestos a cubrir las bajas de sus hermanos muertos o heridos. La situación era ya insostenible.
Bajo su yelmo coronado, el rey castellano Don  Alfonso contemplaba con temor la apurada situación de los suyos. Empapado en sudor y con la respiración agitada recordaba la horrible y humillante derrota que el califa Yusuf II le había infligido algunos años antes en el lugar de Alarcos y que casi le había costado la pérdida de la práctica totalidad de su ejército. Mucho esfuerzo le había costado levantar su nueva hueste, no solo financiero, sino en alianzas con los otros reyes cristianos y el santo padre, que había declarado la campaña como cruzada, para asegurarse que ninguno de sus vecinos de sangre, a la sazón el rey de León, le atacase a traición aprovechando la lejanía de las tropas castellanas. Finalmente, tras meses de preparativos, había logrado reunir a Sancho de Navarra y a Pedro de Aragón para presentar presentar batalla junto a él. Allí estaban, los tres reyes, el arzobispo de Toledo y multitud de prohombres de sus respectivos reinos con sus mesnadas, los caballeros de las órdenes de Calatrava, Santiago, Hospitalarios de San Juan y del Temple y las milicias de las villas y ciudades, las mejores espadas de las españas y parecía que no iba a ser suficiente, tal era el baño se sangre que parecía avecinarse.
Alzando su mirada, Don Alfonso escudriñó el cielo en busca de una señal de dios, pero no obtuvo más respuesta que la espeluznante visión del revoloteo de los miles de buitres que se habían congregado sobre el campo de batalla a la espera de cobrarse el pantagruélico banquete de despojos y carroña humana que la jornada les reservaba. Por un instante la mirada se le nubló, el aire parecía ahogarle en lugar de alimentar su respiración, soplaba del sur, caliente y de repugnante hedor, mezcla del olor a sangre y sudor que manaba a chorros de los cuerpos, algunos terriblemente heridos y mutilados, de las decenas de miles de hombres y bestias que, en el llano de las Navas de Tolosa. peleaban aquel 16 de julio del año del señor de1212  por sus reyes, por sus hogares, por sus mujeres y familias aunque, a decir verdad y llegados a aquel punto, lo hacían sobre todo por sus vidas.
¿Qué vale la vida de un rey sin reino?, se preguntó Don Alfonso. Perdida la batalla ya no le quedaría reino alguno que gobernar. Los almohades avanzarían sobre castilla y los vecinos reinos cristianos con implacable fiereza, tomando villas, matando, violando, esclavizando hasta convertir toda la tierra en un califato islámico. Nada los detendrá. Pues es el mandato final de su fé aplicar la espada contra el infiel. Ni los montes pirineos lograrán contenerlos.
De golpe, una bocanada de aire fresco le sacó de su estupor, el viento parecía rotar hacia el oeste, alejando la hedionda fetidez que le ahogaba y permitiéndole recuperar un hilo de resuello. Notaba como la vista se aclaraba nuevamente a la vista de los estandartes de castilla, agitándose a unos millares de pasos, en el frente. El centro cristiano colapsaba. 
Don Alfonso giró su cabeza a la derecha, impávido ahora en su semblante, contemplando el rostro turbado y desencajado de Don Rodrigo, el arzobispo de Toledo que le acompañaba en la retaguardia. Sus ojos se cruzaron y las miradas se encontraron para mudar en sorpresa el rostro de Don Rodrigo al observar la orgullosa expresión de su señor, el rey. 
- ¿Os encontráis bien majestad? - preguntó el religioso con aire desconfiado.
- Maravillosamente, señor obispo - respondió Don Alfonso con serenidad - ¿No notáis acaso el fresco aroma que viene ahora desde los campos?. El aire ha tornado y con él nuestro destino.
Don Rodrigo devolvió el gesto, aunque algo templado, como no entendiendo el extraño humor que emanaba del rey. Sabía perfectamente que el sino de la batalla se había tornado muy desfavorable para los intereses castellanos y de los aliados y le costaba encajar la regia actitud. Por un instante vaciló, pero finalmente se atrevió a replicar a Don Alfonso.
- Mi señor, la lucha nos es contraria, no entiendo vuestro ademán.
- Es sencillo de comprender señor Obispo, mirad al frente, ¿no veis acaso que la ración de carnaza mora es más bien escasa para tan nutrida concurrencia? - le espetó de golpe señalando la incontable caterva de buitres que revoloteaban sobre sus cabezas - Deberíamos ofrecerles un poco más, no se vayan a quedar con hambre tan distinguidos comensales - sentenció asomando una gélida sonrisa.
Sin haber acabado la frase  Don Alfonso se volvió para observar a sus hombres y los del obispo que, impotentes, apretaban los dientes mientras contemplaban inmóviles la suerte que les deparaba a sus compañeros de armas, en el mejor de los casos morirían encadenados levantando bajo látigo palacios y fortalezas para el emir, en el peor despedazados y torturados tras la batalla. Pero nada podían hacer. En el momento determinante tendrían que marcharse escoltando a sus señores mientras los agudos lamentos de dolor y terror de sus compañeros se irían apagando con la distancia. Los ojos de muchos de ellos, inyectados en sangre, no dejaban de soltar silenciosas lágrimas de rabia e ira mientras intentaban mantener la compostura ante la mirada del rey. 
No se había recuperado aún Don Rodrigo de su desconcierto cuando le sorprendió el gesto del rey, pausado pero seguro, desenvainando su mandoble mientras fijaba su vista en el palenque desde el que el emir, el "miramamolín" como ellos le llamaban, debía de estar leyendo el Corán con la tranquilidad pasmosa de saberse ganador. Alzando el brazo armado apuntó el filo de su espada hacia el lugar donde el rey enemigo había plantado su tienda, de vivo color carmesí para no pasar desapercibido, y gritó:
- Señor Obispo! Buenos caballeros de castilla!. Aquí y ahora!!!. Muramos vos y yo!!. Tocad las trompetas y seguidme todos a matar al enemigo!!!
Espoleando el caballo, Don Alfonso se lanzó al galope. Tras unos segundos de confusión, Don Rodrigo y todas las mesnasdas que quedaban en la retaguardia castellana se lanzaron al instante tras su rey, ondeando orgullosos los estandartes, al nuevo y fresco viento, picando espuelas de sus monturas para alcanzar a Don Alfonso y protegerlo, mudadas sus lágrimas de rabia por otras de delirio y mudado su silencio por el fiero rugido de sus gargantas. 
Con la mirada fija en el emir, Don Alfonso, galopaba acercándose a un frente que se reactivaba a medida que iba pasando entre sus exhaustos hombres, muchos de los cuales habían empezado a retirarse ya viéndolo todo perdido, pero que daban la vuelta, a la carrera, al paso del pendón real con bríos y presteza renovados, ansiando combatir codo con codo al lado de su rey y señor. El sudor se le había secado por completo y una agradable sensación de ligereza y fuerza recorría todo su cuerpo mientras se entregaba a manos de la muerte. En un momento, a escasos metros ya de la vanguardia cristiana creyó escuchar más sonidos de trompetas, como venidos de todas partes, y pensó en el milagro de las murallas de Jericó. Volviendo su cabeza a diestra y siniestra se dio cuenta que eran las trompetas de Sancho de Navarra y Pedro de Aragón que, casi llegando ya a su altura, desnudas sus espadas en una mano y el  bruñido escudo en la otra, cabalgaban a su lado, seguidos de sus huestes, desmontando a cuanto jinete berber o moro encontraban a su paso, repartiendo estocadas a todos lados y sembrando el terror en las filas enemigas que, de comenzar a perseguir a los cristianos, se tornaban ahora en presas de éstos. 
La carnicería fue atroz. Durante varias horas se persiguió y mató sin piedad alguna. La tierra estaba tan anegada de sangre que hasta a los caballos les costaba caminar sin resbalar o ver sus patas enterradas.  Decenas de miles de cuerpos almohades empezaban a descomponerse al sol y calor de la jornada sirviendo de cebo para unos buitres que, contados por millares, no dudaban incluso en enfrentarse a los soldados que, ávidos de botín, se acercaban a los cadáveres para despojarlos de cualquier cosa de valor o rematar sin piedad a los que hallaban con hálito de vida alguno. El repugnante olor era perceptible a varias millas del lugar de la batalla, pero no resultaba eficaz para disuadir de la práctica del pillaje y la saña con la que los vencedores ,armados con sus filos, lanzas, mazas y palos se cebaban con los cuerpos enemigos, convirtiendo la mayoría de los cadáveres en  masas informes e irreconocibles, sembrando todo el llano de pedazos sueltos de carne y miembros amputados. 
Desde la empalizada del campamento moro, los tres reyes observaban la macabra escena con cierto desasosiego, pero tolerándola para que sus soldados pudiesen descargar su ira y rabia. A fin de cuentas todos habían visto el resultado de esas mismas barbaridades en los cuerpos de sus amigos o familiares en pasadas derrotas, por lo que comprendían que aquel ejercicio de terror resultaba incluso terapéutico. Pocos moros se habían salvado, prácticamente solo el emir y su escolta. Don Alfonso lamentaba que se hubiese escapado, pero entendía la magnitud de aquel desastre. El peligro almohade había sido conjurado para siempre. El fin de la ocupación mora de las españas comenzaba a tocar a su fin.
-Señor Obispo - dijo girándose hacia Don Rodrigo - Demos gracias a dios por esta gran victoria.
Caía la noche sobre las Navas de Tolosa, el griterío de hombres y bestias había cesado así como el repicar de los aceros, el esperpento de la gran matanza quedaba oculta por las sombras y solo una  armónica resonacia, compuesta por miles de gargantas entonando una letanía al unísono, rompía con solemnidad el desgarrador silencio reinante en toda la sierra... "Te deum laudamus.... Te dominum confitemur...."